El tiempo perdido
Le petit Marcel, un personaje tan real, tan palpable, aparece ante nuestros ojos venido desde lo más improntado de este relato del escritor chileno, con la desilusión que solo acarrea el desastre de no ser más que un ahora que está condenando a la misma casa, tan desesperado en sus ilusiones literarias, en rememorar a su padre putativo Marcel Proust y en medio de seres tan demacrados por el frío santiaguino de cada año, de cada hora y de cada minuto. Qué absurdo resulta todo lo familiar, alcanzamos a sentir el abismo del abrazo y del sexo cuando se es un lego en materia mundana que solo da para vivir, pero nos perdemos en seguida en la rompe almas llamada costumbre, que todo lo corroe, lo oxida, lo olvida. ¿Quién más que alguien profundamente adentrado en la ficción puede soportar lo cotidiano? ¿Quién que se pueda llamar proustiano puede ser feliz en un mundo regulado por horarios y tarifas de taxi, cuando en Le Temps Retrouvé se juzga fantástica que alguien se revuelve en su cama, entre sábanas de algodón? A veces pienso que ni siquiera la ficción nos puede rescatar del tedio de nuestros días -esto es una reseña, quizá debí decir: Le petit Marcel a veces piensa que-.- ya que nuestra consciencia y racionamiento no nos ensancha el campo ficticio cuando sabemos, a todas luces, que somos una realidad mezclada en un sueño. ¡Y sí esto es el sueño de otro Viejo Loco que sueña, pues que se despierte! ¡Qué sueño tan terriblemente aburridor, Viejo chuchumeco!
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